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Baile en el bar de la calle Bourbon

Updated: Feb 21

[Escrito al vuelo/en el vuelo entre Nueva Orleans y Nueva York, sábado 23 de marzo de 2019]


En un jardín nocturno de siluetas de personas, la luz del bar boceteó dos formas y la melodía les dio volumen. Ella era una mujer negra que, al inicio de la noche, apoyaba su cabeza en la mano del codo que, a su vez, se clavaba sobre la barra del bar. Vestía una jardinera de jeans claro y suave, y una chaqueta, también de jeans, con retazos de piel de cordero en las costuras. La chaqueta le llegaba hasta debajo de las nalgas. Era amplia, pero su construcción aerodinámica sugería la idea de una curva general, como si esa cantidad de tela estuviera con seguridad sobre un cuerpo.


Su peinado es un afro partido en dos, distribuido en dos montículos a cada lado de la cabeza. Dos nubes de hebras electrizadas que se expandían lejos de la cabeza. Brillaban como alambres delgadísimos que estaban cargados de algo. Vida. Historia. Luz blanca. Su suspensión en el aire era posible gracias a que cada cabello tocaba a otro en algún punto de su longitud. En grupo, en masa, se erguían como montañas de piedra gris. En el aire. En la noche.


Cuando la banda comenzó un blues, ella caminó para acercarse al escenario y un muchacho que había estado junto a ella todo ese tiempo, la acompañó.

Él tenía la cara redonda, con huesos suaves sobre los que se acomodaba la piel como una manta mullida. Tenía bigote y barba de chivo; ambas cosas se esforzaban por darle algún ángulo recto a su cara. Así cincelarla o enmarcarla. Ponerle límites; decir “hasta estos bordes ocupas espacios, no más allá, no en todo el horizonte blando de tus cachetes de dócil arcilla sobada”.


Su cabello era tan largo como su espalda y lacio y café. En la cima de su cabeza, lo partía una raya blanca muy recta. Tan decisiva que parecía dividir todo el cuerpo hacia abajo; las dos mitades de un hombre que andan juntas.


Bailaron separados en el mismo metro cuadrado. Tenían en común el ritmo musical, pero cada cuerpo lo interpretaba solo. El cantante arrullaba al bar con la vibración maciza de su voz. El sonido parecía resultado del recorrido de una descarga eléctrica que el artista recibía al acariciar el aire; la atraía, la absorbía y ésta entraba y avanzaba por las vetas exclusivamente poéticas que tiene la música. Llegaba a la caja toráxica donde, por fin, se expandía. Y esa almohada de vapor se condensaba al pasar por la garganta. Salía de ahí un río melódico de voz.


La mujer y el hombre bailaban como bañándose en la corriente: él movía los hombros y ella daba golpes en el piso con la planta de sus pies. Es posible seguir con la mirada esos golpes y saber que retumbaban en sus rodillas y que la energía sísmica subía a sus caderas, abdomen y esternón. Al llegar a su cuello absorbía, como el cantante, esa carga para hacer algo con ella. Magnificarla, quizá, por alguna lógica propiedad física de las espirales que recorren cada vello del cuerpo hasta volver al mundo en forma de gozo inexplicable.




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